Serenatas bajo la Luna Chavina: Crónica de un Tiempo que se Fue
Dicen que todo tiempo pasado fue mejor, y quizás tengan razón. Al menos así se siente cuando la bruma de los años se disipa y nos permite vislumbrar, allá a lo lejos, las calles empolvadas de nuestra tierra, iluminadas apenas por la luna y el tenue resplandor de una vela encendida tras una ventana. Hoy, Chavín de Huántar bulle con la modernidad, pero hubo un tiempo, no tan lejano para el corazón, en que el silencio de la noche era el lienzo perfecto para el amor.
Corría la primera mitad del siglo XX, tiempos duros, casi heroicos. Antes de 1940, nuestras montañas eran murallas inexpugnables. Viajar a Huaraz o a la lejana Lima era una odisea reservada para los valientes, una travesía que desafiaba abismos. Sin embargo, el aislamiento no apagaba el espíritu; al contrario, lo encendía.
Nuestra gente, forjada en la agricultura y el trabajo duro, siempre buscó horizontes. Los jóvenes de los años 20 y 30 partieron a las haciendas costeñas o sudaron la gota gorda en la mega construcción del túnel de Kahuish. Más tarde, la generación del 40 y 50 dejaría su huella en el Cañón del Pato. Pero, invariablemente, el corazón siempre regresaba al pueblo, a ese medio social efervescente que no necesitaba de grandes lujos para ser feliz.
Fue en ese caldero de juventud inquieta donde nacieron el Club Sport y el Club Rickay. ¡Qué instituciones aquellas! Eran mucho más que simples clubes; eran el alma cultural y deportiva del pueblo, y, seamos sinceros, la excusa perfecta para el cortejo. Allí, entre actividades y risas, nacían las miradas cómplices que luego, al caer la noche, se transformarían en música.
Ah, las serenatas... esa bonita costumbre que esas generaciones tuvieron la suerte de vivir, aunque fuera en sus últimos suspiros. No eran simples canciones; eran declaraciones de guerra al olvido y ofrendas al amor.
Imaginen la escena: el pretendiente, con el corazón galopando más fuerte que los caballos en la pampa, reclutaba a sus amigos músicos —aficionados, sí, pero con un alma que suplía cualquier falta de técnica—. Se plantaban al pie de la ventana de la amada, envueltos en el frío serrano, y dejaban que las guitarras hablaran.
Sonaban huaynos sentidos, los yaravies, valses criollos y boleros que derretían el hielo. Esos efluvios musicales no solo llegaban a la susodicha; despertaban a toda la cuadra. Las doñas vecinas suspiraban recordando sus propios ayeres, mientras algún caballero refunfuñaba por el sueño interrumpido. El momento cumbre llegaba cuando, tras los vidrios, se encendía una luz. Quizás solo era una vela, pero para el galán ahí afuera, era un sol: la señal tácita de un amor correspondido.
Pero el amor no conocía fronteras distritales. San Marcos, nuestro vecino, también fue testigo de estas correrías nocturnas. Existía un pacto de caballeros, una alianza estratégica entre amigos chavinos y sanmarquinos para conquistar corazones.
Aún resuena la anécdota de aquella serenata en San Marcos, donde el galán, pobre iluso, llevó al cantante chavino, para agasajar a una niña "bien movida". Entre copas de anisado para calentar la garganta y melodías entregadas al viento, el tiro salió por la culata. Al día siguiente, la dama no preguntó por el pretendiente, sino por la voz que había cantado. "¿Quién fue el que cantó anoche?", inquirió ella, dejando al pobre enamorado al borde del suicidio romántico y al cantante con una explicación pendiente. Cosas del amor y de la música.
Y hablando de música, no podemos olvidar la sombra gigante de Don Jacinto Palacios Zaragoza. El bardo aijino, yerno de nuestra tierra, nos regaló sus últimos años y su inmenso talento. Él fue el maestro, el compositor, el alma de las reuniones y el asiduo intérprete del Club Social. De sus manos y su paciencia nacieron los acordes que muchos jóvenes chavinos aprendieron a rasguear. Sus alumnos fueron los serenateros, los herederos de una tradición que él ayudó a pulir.
Hoy, esas guitarras quizás duerman en algún rincón o cuelguen como adornos en una pared. Las ventanas ya no se abren con la misma ilusión ante una melodía nocturna. Pero en la memoria de Chavín, bajo el cielo estrellado de los Andes, todavía se escuchan los ecos de aquellos valses y huaynos. Porque mientras alguien recuerde esa luz de vela encendiéndose en la oscuridad, ese tiempo pasado, indudablemente, seguirá siendo mejor.
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