Mi abuelo, LORENZO COTRINA VERAMENDI, fue un gran narrador de cuentos, comparto un cuento de su autoría
La Profecía del Venado
Cuentan los viejos arrieros, aquellos que como mi abuelo surcaron los caminos de herradura de la sierra y la costa ancashina, que el destino es un nudo ciego que nadie puede desatar. Esta es la historia de Juan, un relato que el viento de la puna susurra cuando la neblina desciende y los cerros callan.
Juan vivía en un recodo olvidado de la sierra, protegido por las inmensas jirkas tutelares. Era un hijo ejemplar, el báculo de la vejez de sus padres. Sus manos, diestras tanto para la labranza como para el fusil, proveían siempre el sustento. No había venado ni tarugo que escapara a su ojo certero en las altas y frías soledades de la puna.
Pero el destino, caprichoso y cruel, tejió su red una tarde de cielo plomizo.
Juan había caminado leguas enteras. Cruzó riachuelos helados y bordeó lagunas oscuras sin avistar presa alguna. Cuando el sol comenzaba a ser devorado por las montañas y las sombras se alargaban, divisó a lo lejos un venado macho, imponente, con una cornamenta que parecía tocar el cielo. Juan se arrastró entre el ichu, contuvo el aliento y apuntó. Su dedo acariciaba el gatillo cuando el animal giró la cabeza. No había miedo en sus ojos oscuros, solo una antigüedad abismal.
Entonces, el silencio del páramo se rompió. El venado no bramó; habló con una voz humana, serena y terrible:
—Guarda tu arma, joven cazador. Guárdala hoy, para que mañana mates con ella a tu padre y a tu madre.
Las palabras cayeron como piedras sobre el alma de Juan. Antes de que pudiera reaccionar, el animal se desvaneció entre los bosques de quinuales como si fuera humo.
Juan bajó el arma, temblando. Una lluvia torrencial se desató, acompañando su retorno. En cada trueno, en cada gota que golpeaba su rostro, escuchaba el eco maldito: "Matarás a tu padre y a tu madre". El horror se instaló en sus entrañas. Amaba a sus progenitores más que a su propia vida, y el miedo a convertirse en el instrumento de su muerte lo enloqueció.
Esa noche no durmió. Miró por última vez los rostros dormidos de quienes le dieron la vida y, con el corazón roto, tomó una decisión fatal: para salvarlos, debía desaparecer. Huyó antes del amanecer, tragado por la neblina, sin dejar rastro, creyendo ingenuamente que la distancia podría burlar a la profecía.
Los años pasaron lentos y dolorosos. Los padres de Juan envejecieron prematuramente; sus rostros se llenaron de surcos cavados por las lágrimas y la incertidumbre. Buscaron a su hijo por quebradas y pueblos, pero la tierra parecía habérselo tragado.
Mucho tiempo después, durante las fiestas patronales, llegó al pueblo un "mercachifle", uno de esos vendedores trashumantes que llevan en sus alforjas desde cebo de culebra hasta noticias de mundos lejanos. Los ancianos, aferrados a una última esperanza, le preguntaron por su hijo. El hombre, rascándose la cabeza, recordó:
—En mis viajes a la selva, allá por Tingo María, he visto a un hombre que coincide con sus señas. Se llama Juan, es un hombre triste y solitario.
La esperanza revivió en los corazones marchitos de los ancianos. Vendieron lo poco que tenían y emprendieron el largo viaje. Descendieron de los Andes hacia la selva calurosa, guiados solo por el amor.
Al llegar al caserío señalado, encontraron la casa. Tocaron la puerta y una mujer joven les abrió. Se presentó como la esposa de Juan. Al escuchar la historia de los ancianos, se conmovió hasta las lágrimas; Juan jamás había hablado de su pasado, como si hubiera nacido de la nada.
—Él no está ahora —dijo la mujer—, pero descansen. Están exhaustos.
La esposa, viendo la fatiga extrema de los ancianos, les ofreció la mejor comodidad que tenía: su propia cama, la cama matrimonial. Los padres de Juan, vencidos por el cansancio del viaje y la emoción, se quedaron profundamente dormidos en la penumbra de la habitación. La mujer se retiró a otro cuarto para dejarlos reposar.
La tragedia, paciente, aguardaba su momento.
Juan regresó de un compromiso entrada la madrugada. El alcohol nublaba sus sentidos y avivaba sus demonios. Al entrar a su casa, el silencio le pareció sospechoso. Se dirigió a su dormitorio y, a la luz de la luna que se filtraba por la ventana, vio dos bultos ocupando su lecho.
La sangre se le subió a la cabeza. Los celos y la ira, alimentados por la embriaguez, le cegaron el entendimiento. "¡Traición!", pensó. Sin dudarlo, descolgó su viejo fusil de la pared, aquel que no usaba desde su juventud en la sierra.
Apuntó a las sombras y disparó dos veces. El estruendo sacudió la casa.
La esposa corrió a la habitación, pálida de espanto, y encendió una lámpara. Al ver la escena, su grito desgarró la noche:
—¡Juan! ¡Maldito seas! ¿Qué has hecho? ¡Eran tus padres! ¡Vinieron a buscarte!
Juan, sobrio de golpe por el horror, se acercó a los cuerpos. Allí estaban, los rostros amados que había huido para proteger, ahora bañados en sangre por su propia mano.
Cayó de rodillas, sollozando, mientras el recuerdo del venado en la puna volvía a él con la fuerza de un alud.
—Se ha cumplido... —susurró con voz rota—. La maldición de las jirkas, la sentencia del Gran Dios de la Naturaleza. He huido toda mi vida hacia mi destino.
Miró al cielo, pidiendo un perdón que sabía que no llegaría. Luego, con la lentitud de quien ya está muerto en vida, apoyó el cañón del fusil contra su pecho y, con un último disparo, selló para siempre la tragedia del cazador que intentó vencer al destino.
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