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domingo, 6 de mayo de 2012

LOS LIBROS FATALES

Los libros fatales
Del Blog de Julio Caro Baroja, “Los Libros malditos” copio esta entrada:

La Sibila de Cumas camino a Roma. Óleo de Elihu Vedder, 1876.
Una mañana, hace ya dos mil quinientos años, una figura encorvada llegó a Roma cargada con un fardo. Cruzó el puente Sublicio marcando el ritmo de sus pasos con su bastón, y deambuló entre el trajín de mulas, moscas y bueyes que abarrotaban aquel día de mercado el Foro Boario, mientras preguntaba por la casa de Lucio Tarquinio. Una pareja de arrieros se volvió y la miró curiosa. Señalaron una casa grande y maciza, de feas paredes de piedra gris, y la vieja prosiguió su camino sin despedirse. En cuanto llegó a la entrada, pidió ver al rey. Tarquinio la recibió intrigado. Nueve libros desportillados aguardaban en el suelo del patio la inspección real. Tarquinio, que era soberbio y de genio vivo, se rió en su cara cuando escuchó el precio. La vieja no se molestó en responder a sus burlas. Se limitó a agacharse, recogió los rollos y marchó por donde había venido. Al poco tiempo regresó y propuso el mismo trato, pero en esta ocasión únicamente por seis, pues había quemado los tres ausentes. Tanta insistencia enfadó al rey, que expulsó a la mujer del palacio. Cuando volvió por tercera vez, solo tres libros sobrevivían al precio tasado. Aquello acabó por intrigar a Tarquinio, que consultó a los augures. Éstos lamentaron la imprudencia de su señor, pues la mujer no podía ser sino Demófila, Sibila de Cumas, y aquellas hojas, profecías de Apolo. Tarquinio pagó, la mujer arrojó los rollos a sus pies, giró en redondo y se perdió entre el gentío del mercado. Nadie volvió a verla por Roma.

Los augures advierten a Tarquinio. Grabado de Augustyn Mirys.
Demófila había nacido con el don de la profecía. Cuentan que en su juventud fue tan hermosa, que el mismo Apolo quiso desvirgarla. La muchacha cogió un pellizco del polvo que había barrido y exigió en trueque tantos años de vida como granos de arena había en la palma de su mano. El dios concedió el deseo pero cuando Demófila se negó a cumplir su parte del trato, Apolo la hizo notar que había olvidado pedir permanecer joven durante las nueve vidas de ciento diez años que había obtenido de gracia. Demófila se encerró en su cueva de Cumas, en Campania, para gastar los años en sentir la vejez de su cuerpo, mientras escribía sus oráculos en las hojas de un viejo roble que mecía sus ramas a la entrada de la gruta. El viento barajaba las hojas haciéndolas volar y los suplicantes marchaban de allí con un puñado de versos sin sentido. A los dioses no les gusta que los hombres conozcan su destino.

Pese a su fama de gente práctica, apta para levantar una bóveda de cañón o pavimentar una calzada, los romanos vivían rodeados de magia. Muy cerca del palacio de Tarquinio crecía la higuera Ruminal, que había trabado el cesto que contenía a Rómulo y a Remo cuando flotaba río abajo. La choza de Rómulo se conservaba intacta en lo alto del Palatino. La cueva Lupercal, donde la loba amamantó a los gemelos, abría su boca en la base de la colina. La piedra de Júpiter, un pedernal que representaba al propio dios y por la que juraban en toda la ciudad, se guardaba en el templo del Capitolio. Los doce escudos sagrados colgaban de las paredes del templo de Marte. Solo uno era el verdadero y los romanos, previsores, fabricaron once idénticos para impedir cualquier robo. Ya nadie recordaba cuál era el auténtico. El sótano del templo de Vesta estaba repleto de amuletos temibles que garantizaban la grandeza de Roma. En la penumbra de aquella bodega, donde solo las vírgenes vestales podían entrar, dormitaban un alfiler de la madre de los dioses, una cuádriga de barro cocido de los veyenses, el cetro de Príamo, el velo de Iliona, las cenizas de Orestes y el Paladio y los Penates traídos desde Troya por Eneas. En el año 241 antes de Cristo un gran incendio arruinó el templo y el Pontífice Máximo Lucio Cecilio Metello se atrevió a infringir la prohibición al salvar los divinos trastos. Roma perduró, pero él quedó ciego.

Ninguna reliquia fue tan venerada como los Libros Sibilinos. Estaban escritos en griego sobre hojas de palmera y se decía que sus versos eran acrósticos. El rey encomendó su custodia a dos patricios ayudados por una pareja de intérpretes griegos y mandó guardarlos en un cofre de piedra en el templo de Júpiter Óptimo Máximo. Prohibió que nadie más recorriera sus páginas. Al poco, uno de ellos, Marco Tullio, permitió que un tal Petronio Sabinio copiara los sagrados hexámetros. Tarqunio imaginó una fantástica tortura para castigar al impío. Ordenó calzarlo con unos pesados zuecos de madera y que cubrieran su cabeza con una capucha de piel de lobo. Después azotaron al sacerdote hasta el desuello, lo ataron de pies y manos, y lo metieron en un saco de cuero junto con un mono, un gallo, una víbora, un perro y un gato. Arrojaron el bulto, mientras chillaba y se retorcía, a las turbias aguas del Tíber. El castigo gustó tanto a los romanos que desde entonces trataron a los parricidas del igual manera, pues la profanación de los padres y la de los dioses deben castigarse del mismo modo.

Libro de hojas de palmera. Así pudieron ser los LIbros Sibilinos.
Los oráculos solo podían ser consultados en casos de extrema necesidad y por orden expresa del Senado. Al comienzo de cada sesión, antes de debatir la marcha de una guerra o el rumbo de un ejército, los padres conscriptos pasaban revista a los prodigios que habían acontecido en la ciudad y decidían cuáles merecían la lectura de los Libros. Las señales podían ser múltiples y variadas. Lluvias de sangre, leche o rocas, por ejemplo. Que una mula pariera o un buey hablara. Que un recién nacido gritara “¡Victoria!” o que los ratones royeran una corona de oro. El nacimiento de un hermafrodita o de un potro con cinco patas, que una estatua se moviera, un escudo sudara sangre o el día amaneciera con dos soles eran también signos de la cólera divina. Habitualmente los Libros prescribían novenas, procesiones en las que los hombres ofrendaban vino mientras las mujeres barrían los altares con sus cabellos o templos consagrados a nuevas y remotas divinidades, pero hubo ocasiones en las que esos ritos no bastaron. En el año 399 antes de Cristo, tras un duro invierno, los Libros ordenaron ofrecer un banquete divino a la manera griega y los romanos, inexpertos, dispusieron una mesa con manjares a la que arrimaron unos lechos sobre los que acostaron las estatuas de diversos dioses con un aire de curiosa promiscuidad. Un rayo cayó cerca del templo de Apolo en el año 228 a. C. y los Libros decretaron que una pareja de galos y otra de griegos fueran enterradas vivas en el foro Boario ante la atenta mirada de la multitud. El sacrificio causó tan honda impresión que la mala conciencia solo permitió repetir la ceremonia otras dos veces en toda la historia de Roma. Durante el año 205 a. C. los oráculos ordenaron hacerse con la piedra negra de Pesinunte. Todo el Senado acudió al puerto para recibir al sagrado meteorito que encarnaba a la mismísima Cibeles y tuvo que resignarse a convivir con su culto de sacerdotes castrados y sus baños de sangre de toro. El año 114 a. C comenzó con un terrible prodigio. Una niña murió fulminada por un rayo mientras cabalgaba y fue encontrada desnuda. Los Libros rebelaron que tres Vestales, Emilia, Licinia y Marcia, habían roto sus votos y perdido su virginidad. Las sacerdotisas fueron despojadas de sus ropas, envueltas en un sudario y paseadas en una litera por todo el Foro, pues para los romanos ya estaban muertas. Luego toda la ciudad marchó en duelo hasta cruzar la Puerta Colina, en las afueras, donde el cortejo fúnebre se detuvo. Allí el Pontifice Máximo elevó los brazos en una plegaria secreta y mandó levantar una losa que descubrió un sombrío agujero. Obligaron a las Vestales a descender por una escalera. En la cripta encontraron leche, agua, una hogaza de pan, un poco de aceite para prender una antorcha y unos camastros. Después dejaron caer la piedra, taparon todo con tierra apisonada y se resignaron a que la naturaleza siguiera su curso.
En el año 83 A. c. un gran incendio destruyó los Libros Sibilinos y durante siete años la República no pudo contar con su ayuda. Siete años después, una legación peinó todo el Mediterráneo en busca de nuevos textos proféticos que sustituyeran los perdidos. Desconocemos cuáles fueron los criterios de autenticidad exigidos, excepto el de que fueran, como antes, poemas acrósticos. Augusto rechazó los que consideró falsos, hizo copiar a limpio los que quedaron y los escondió en dos arquetas de oro en la base de la estatua de Apolo en el Palatino. Durante los dos siglos siguientes apenas fueron consultados. Tiberio se negó repetidas veces y Nerón solo lo permitió tras el incendio de Roma, pero a medida que el fin del Imperio fue acercándose, el prestigio de los Libros volvió a agigantarse. Nada queda escrito de cómo era su consulta, si tenían un índice, si elegían a suertes un verso o si arrojaban al aire las hojas esperando que el viento profético decidiera. La única descripción proviene de un texto novecientos años posterior a la lejana aparición de la sibila por las calles de Roma: los sacerdotes cubrían sus manos con tela para no tocar directamente los sagrados versos y sus asientos debían engalanarse con ramos de laurel.

La cueva de la Sibila, en Nápoles.
En el año 405 el general arriano Flavio Estilicón destruyó los Libros por considerarlos falsos y peligrosos. Para entonces Roma era una sombra de lo que una vez fue. Cuando nevaba en invierno, a la sombra de las altas columnas de mármol, los lobos merodeaban por el Foro en busca de corzos, mientras los últimos romanos lamentaban en el interior de sus casas la desaparición de los antiguos dioses. Un año después después, una fría noche de San Silvestre, el Rin se heló y gente de los confines del mundo pudo cruzar sin oposición la frontera del Imperio. Y cuentan que fue en aquel tiempo cuando una cuadrilla de muchachos marchó a jugar a la entrada de cierta gran cueva, que encontraron una botella que colgaba balanceándose de la rama de un viejo roble y que en su interior vieron algo pequeño, marrón y turbio que parecía agitarse y temblar a ratos. Por burla le preguntaron: “¿Qué quieres?”. Y juran –aunque reconocen que pudo ser el viento y solo el viento– que de la botella respondieron en un susurro tan bajo que casi era inaudible: “Quiero morirme.”

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